El viento
golpea una mejilla,
y obliga a poner la otra.
Quema el rostro tanto frío.
A la intemperie,
las distancias se alargan
y los pasos parecieran retroceder.
El invierno
escarcha algunos recuerdos
y ciertas esperanzas.
En torno al fuego,
se podrá recuperar
el bailoteo chispeante
de la mirada de
los pequeños,
y hasta es posible
recuperar el fuego.
Pero
cuando ya no se es niño,
no se puede volver a serlo,
si no se nace de nuevo.
La intemperie del tiempo
pasa
envejeciendo a su paso,
pasa
hasta dejar los cuerpos helados.
Un hermano
acerca unas pieles
a Francisco,
expuesto al temporal
y a la fama de santo,
fama que tanto procuró evitar.
Sorteada algunas reticencias,
acepta
que tiene frío
que tiene fama.
Decide abrigarse,
con la condición que, en su sayal,
la piel que abriga
por dentro,
se vea también
por fuera.
Francisco
acepta su destino,
el llamado a ser humano:
esa piel
expuesta a la intemperie
de adentro,
a la intemperie
de afuera.
Piel expuesta al tiempo.
Francisco acepta
la delgadez
de la propia existencia.
Leyenda poética
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